sábado, 27 de junio de 2015

CAPÍTULO UNO Y CAPÍTULO DOS "DESPIERTA"

Hola a todos!!! Con muchísima ilusión debido a su inminente publicación, hoy os traigo los dos primeros capítulos de "Despierta". Espero que os guste, y por supuesto que me dejéis vuestra impresión.
Aquí os presento a los dos protagonistas:


SINOPSIS
¿Quién soy?
Esa es la pregunta que me formulé el día que desperté en un hospital psiquiátrico. En mi conciencia yo era Pamela Blume, la abogada penalista más exitosa de todo Seattle, y la mujer que estaba a punto de desvelar una verdad devastadora que le había granjeado poderosos enemigos, con la ayuda del atractivo fiscal Jack Fisher. Pero en aquel sanatorio no existía ninguna Pamela Blume. Según los médicos, mi nombre real era Rebeca, había atacado a una mujer y tenía tendencias autodestructivas.
El doctor Michael Moore dice que quiere ayudarme, pero yo sé que todos mienten. Soy Pamela Blume, estoy dispuesta a salir de este lugar y desvelar la verdad, cueste lo que cueste. Que comience el juego.
¿Y si tu vida no fuera más que una mentira? Prepárate para despertar.



En el amor siempre hay algo de locura, mas en la locura siempre hay algo de razón
Nietzsche
CAPÍTULO UNO
Sanatorio Waverly Hills, Louisville, Kentucky , 5 de Marzo de 2013
Siento un fuerte dolor en el cráneo. Cuando me llevo la mano a la cabeza, descubro con horror que una circunferencia de cinco centímetros de cabello ha sido afeitada. Durante unos segundos me mantengo incrédula, acariciando la piel desnuda y pasando mis dedos por los puntos de sutura que llevo sobre la cabeza.
En algún otro momento de mi vida me habría preocupado acerca de si el cabello volvería a crecer sobre la zona desnuda. Ahora no me importa. Sólo puedo pensar en él, en nuestra última conversación, y en los nocivos efectos que de ella derivaron. Trato de hacer memoria, pero un agudo dolor me sacude la cabeza y me obliga a detenerme.
La habitación está sumida en la más absoluta penumbra. Siento miedo, pero al menos no estoy atada. Podría moverme a mis anchas de no ser porque no veo nada. Estoy sumergida en la oscuridad. Detesto los sitios oscuros.
Me concentró en el olor. Hay una mezcla de puré de patatas y desinfectante, y algo más. Un final metálico, cerrado y poco acogedor. Es la clase de lugar en el que no quiero estar. Me levanto del camastro y extiendo las manos para no golpearme con algún mueble, pero el sitio está vacío. Pego la espalda a la pared, cuyo tacto es áspero. Me deslizo hacia la primera esquina como una serpiente sigilosa, y constato que no hay nada. Continúo hacia la otra esquina, y extiendo mis manos hacia algo parecido a una puerta. Debe de serlo. Su tacto es suave y metálico, y encuentro el agujero de una cerradura. No hay pomo, ni forma de escapar.
Pero yo sé que siempre hay una salida.
Me siento en el suelo, con la espalda pegada a la pared y los brazos extendidos sobre el regazo. Si he aprendido algo útil en la vida es que nunca hay que perder la calma. Quien me ha encerrado en este lugar volverá a buscarme. Necesito pensar en una forma de salir de aquí, eso es todo. Para ello, debo saber donde me encuentro.
En la habitación no hay una sola ventana. La puerta está cerrada, y es imposible saber si es de noche o de día. Vuelvo a incorporarme, me acerco a la puerta y la palpo con las manos para encontrar el hueco de la cerradura. Me agacho hasta colocar el ojo sobre el agujero hasta que percibo algo de luz. No es más que un destello amarillo y parpadeante. Demasiado amarillo para ser luz natural. Es lógico que sea de noche si me mantienen aquí encerrada y nadie viene en mi búsqueda.
Algo más tranquila al encontrar un dato certero, vuelvo a sentarme sobre mis rodillas y trato de contar el tiempo. No hay nada peor que estar encerrada sin saber el día en el que te encuentras. La última vez que estuve a salvo era 27 de febrero, pero no sé cuánto tiempo ha pasado desde que perdí la conciencia hasta que la he recuperado. Tal vez minutos, horas o incluso días.
Llevo exactamente cuatro horas contando cuando las extremidades se me adormecen y empiezo a perder los nervios. La calma que me he prometido a mí misma se ha evaporado, y siento una furia instantánea que me va consumiendo hasta que soy incapaz de controlar lo que siento. Estoy acostumbrada a manejar la situación, pero esto se escapa de mi control.
Me incorporo de manera repentina, encuentro a tientas la puerta y comienzo a golpearla con el puño cerrado.
─¿Hay alguien ahí? ¡Exijo que me saquen de aquí inmediatamente! ─le grito a la puerta.
Pego la oreja , pero no escucho nada. Allí afuera reina el silencio absoluto.
Apoyo la frente en la puerta y siento que todas mis esperanzas se están desvaneciendo. Utilizo mis ejercicios de respiración para mantener la calma, pero todo lo que consigo es llenarme de una explosiva mezcla de frustración y rabia. No sé dónde estoy. No puedo salir de aquí. Ni siquiera entiendo por qué me mantienen encerrada.
La herida de la cabeza me pica, y si aprieto la mandíbula, siento como los puntos de sutura se abren. De manera inconsciente me llevo la mano a la cabeza, y los dedos se me manchan de una sustancia líquida y pegajosa que adivino como mi sangre. Quien me ha hecho esto es un carnicero.
Encerrada en el minúsculo cubículo, trato de encontrar una explicación lógica a lo que sucede. Tal y como hago en mi trabajo, busco la cronología de los hechos. Lo último que recuerdo es haber perdido la conciencia. Después estoy aquí, con una herida en la cabeza y la desorientación más absoluta.
─De algún modo tuviste que hacerte esta herida, Pamela. Trata de recordarlo ─me exijo en voz alta a mí misma.
No me da tiempo a murmurar nada más, pues la puerta de la habitación se abre, y yo me aparto hacia atrás, tomando la prudencia como mi mejor arma defensiva. Una intensa luz me ciega, por lo que me tapo los ojos con las manos. Oigo pasos y el cuchicheo de unas voces femeninas. Cuando abro los ojos, acostumbrados ya a la luz, me encuentro con dos mujeres vestidas de blanco. Ambas son grandes, corpulentas y me infunden respeto. No se trata de la clase de respeto que hubiera sentido hace unos días, sino de un temor puramente físico que es fruto de la supervivencia.
─Ya se ha despertado. Tenemos que avisar al doctor Moore ─le dice una a la otra.
Las dos me observan. Tienen expresiones severas en los rostros anodinos.
─Cierra la puerta. Es peligrosa ─le advierte su compañera.
─Ahí dentro no tiene nada con lo que pueda herir a alguien ─la contradice.
─Hazme caso.
Cierran la puerta sin darme opción a replicar nada. Me llama la atención que hablen de mí con tal liberalidad estando yo presente. Parece que mi opinión les trae sin cuidado.
Me siento en el borde del camastro y me abrazo a mí misma. Ahora que sé lo que puede esperarme allí fuera, permanecer encerrada me parece la mejor opción.
Nunca he sido una persona cobarde. Tal vez, si lo hubiese sido, hoy no me encontraría en este lugar. Encerrada, herida y sin ninguna escapatoria. Con mujeres de rostros severos que me ignoran y hablan en mi presencia. Sumergida en la oscuridad. Sola.
Recuerdo las palabras de Jack antes de que todo se volviera demasiado caótico como para actuar con la prudencia que siempre me ha caracterizado, y un sentimiento de congoja me invade:
«Por tu propio bien, no te metas donde no te llaman, Pamela»
Si alguien me hubiera dicho hace un par de meses que el hecho de estar encerrada en un lugar que desconozco me impulsaría a pensar sólo en él, y en el temor que me infunde no volver a verlo, lo habría tachado de lunático.
Jack.
La simple mención de su nombre me reconforta.
Jack.
Con el cabello rubio ceniza, ojos increíbles y una sonrisa que incendiaba todo mi cuerpo.
De haber sabido lo que me esperaba, las cosas entre nosotros no habrían terminado de aquella manera. Yo jamás le hubiese dicho...
Clack.
La puerta vuelve a abrirse, emitiendo un sonido seco que se clava en mis entrañas. Me hago un ovillo con mi propio cuerpo, y me pego todo lo que puedo hacia la pared. Mi padre me dijo una vez: «la mejor forma de defenderte es hacer creer a los demás que no tienen nada que temer de ti»
Si mis compañeros de profesión me vieran en este momento, pensarían que de Pamela Blume no quedan más que los despojos de lo que alguna vez fue. Sin duda estarían equivocados. Pienso salir de aquí, cueste lo que cueste.
─¿Señorita Devereux? ─llama una voz masculina y grave.
Alzo un poco la cabeza y miro hacia uno y otro lado de la habitación. Sólo estamos él y yo. Estudio al hombre que tengo frente a mí. Debe de rondar la cuarentena, y las primeras canas se le acentúan en las sienes. Es moreno, alto y fuerte.
─Señorita Devereux, me estoy dirigiendo a usted ─insiste el hombre. La calma que desprende me horroriza. Es la clase de postura que yo habría utilizado hace unos días. Ahora no estoy calmada.
─No se está dirigiendo a mí. Yo soy la señorita Blume ─lo corrijo. Trato de no sonar irritada. De nada me serviría parecer fuera de mis cabales.
Él hombre me observa con intensidad. La respuesta no parece sorprenderlo. Me ofrece una mano y me sonríe con franqueza.
─Señorita Devereux, le ruego que me acompañe. Tiene las manos manchadas de sangre, por lo que supongo que los puntos de la herida se han abierto. Permítame que le cure la herida.
Observo la mano que me ofrece. Ni siquiera sé quién es, pero lo que más me ofende es que se dirija a mí con un nombre equivocado. Esta situación ya es de por sí surrealista como para que se tome licencias creativas respecto a mi nombre.
El hombre se inclina hacia mí para colocar su mano a la altura de mis ojos. No me intimida. No es el tipo de hombre que podría intimidarme. Por su aspecto, se desprende que es un hombre educado y cultivado. Las mujeres a las que vi antes sí que me horrorizan.
─No voy a acompañarlo a ningún sitio hasta que no me llame por mi verdadero nombre ─insisto yo.
Esta vez, el hombre parpadea un par de veces. Mi resistencia lo sobresalta.
─¿Y cuál es el nombre por el que debo llamarla?
─Mi nombre es Pamela Blume; si lo desconoce, sin duda no hay motivo para que me tenga aquí encerrada.
─Yo no la tengo aquí encerrada, señorita.
No me pasa desapercibido que ha omitido utilizar mi nombre.
─¿Significa eso que puedo marcharme de aquí?
─No.
Esta vez, lo miro a los ojos en un repentino ataque de ira. El hombre capta mi expresión, da un paso hacia atrás y mantiene la mano a mi alcance.
─¿Quién es usted? ¿Qué hago aquí? ─exijo saber.
─Mi nombre es Michael Moore. Soy su médico.
─Yo no necesito ningún medico.
Los ojos de Michael ruedan hacia mis manos ensangrentadas.
─Usted necesita que alguien le cure la herida. Puede acompañarme a la enfermería, y luego hablaremos de la razón por la que se encuentra en este lugar.
¿Acaso tengo otra opción?
─De acuerdo ─acepto.
Sé que esto no es más que una mera muestra de cortesía. El doctor Moore podría obligarme a ir donde él quisiera. Sólo tiene que llamar a esas dos mujeres con brazos de gorila para que vengan a asirme de las axilas como si me tratara de una troglodita.
Coloca una mano en la parte central de mi espalda y me conduce hacia el exterior de la habitación. Caminamos por un amplio pasillo con puertas cerradas a cada lado. Son blancas, numeradas y no dejan ver lo que hay en el interior.
─¿Qué hora es?
─Son las seis de la mañana ─me informa.
El pánico me invade ante su respuesta. Si no soy capaz de controlar algo tan simple como el tiempo, no seré capaz de sobrevivir en un sitio como este, sea lo que sea.
El doctor Moore me invita a entrar a una pequeña sala de enfermería. Hay una camilla, armarios con puertas de vidrio repletos de medicamentos y un escritorio de caoba. Doy un respingo al encontrar dentro de la habitación a una de las mujeres que vi la primera vez.
─Le presento a la señora Anne. Es enfermera, y le curará la herida que tiene en la cabeza. En cuanto lo haga, podremos hablar.
─No quiero que ella me toque ─declaro, sin pensármelo.
No me gusta esa mujer. Me da la sensación de que va a saltar sobre mí de un momento a otro para atacarme. Tiene los ojos hundidos y el rostro cuarteado por el paso del tiempo, a pesar de que tengo la intuición de que ha envejecido de manera prematura. Tampoco estoy segura de que me guste el Doctor Moore, pero él es elegante y no me observa con rechazo, lo cual me reconforta.
El Doctor Moore me examina con detenimiento durante lo que me parece una eternidad. Al final, asiente para irritación de Anne, quien tuerce el rostro en un gesto severo.
─De acuerdo. Anne, por favor, déjanos a solas. Yo curaré a la señorita Devereux ─se dirige a la enfermera.
─Será mejor que la ate a la camilla, por si las moscas... ─sugiere Anne, y me echa una mirada cargada de recelo antes de marcharse.
─No soy esa señorita Devereux a la que usted se refiere, y le agradecería que me llamara por mi nombre, pues yo me refiero a usted tal y como se me ha presentado ─le digo, en cuanto Anne cierra la puerta.
─Le he prometido que hablaríamos después de que la haya curado ─responde, sin perder la calma. Señala la camilla para que tome asiento, y a pesar de que no me apetece acatar las órdenes de un desconocido que me tiene encerrada en contra de mi voluntad, soy razonable y me siento donde él me indica─. Le prometo que no le dolerá, y estoy seguro de que el cabello volverá a crecerle alrededor de la herida. No tiene de qué preocuparse, pronto ni siquiera será visible.
─¿Para qué iba a preocuparme si no tengo ningún espejo en el que mirarme?─replico yo, un tanto irritada.
El Doctor Moore no me responde, y se dedica a lavar la herida con agua y jabón. Luego la seca con un apósito de algodón, unta pomada de antibióticos para que no se infecte, y la venda con gasa y esparadrapo. Tengo que admitir que me alivia que ya no esté al descubierto.
A continuación, se dirige hacia una de las estanterías, coge una pequeña caja de cartón, la abre y me ofrece una pastilla. La miro con desconfianza y niego con la cabeza. Pero algo me dice que, si lo hago, él puede obligarme a tomarla.
─Sólo es un antibiótico para que la herida no se infecte─me tranquiliza.
Le arrebato la caja, y no me calmo hasta que leo el prospecto que hay en el interior, y compruebo que las pastillas coinciden con el envase. Asiento, y el Doctor Moore me acerca un vaso de papel. Trago la pastilla, dejo el vaso de agua sobre una mesita que tengo al lado y lo miro a los ojos.
─¿Me puede explicar ahora qué demonios hago aquí encerrada? ─le espeto.
Durante un rato sólo me mira, como si me estuviera analizando. No me gusta cómo lo hace. Es decir, no me gusta el trasfondo que oculta esa mirada.
─Le pido que no se altere con lo que voy a contarle. Estoy aquí para ayudarla, y me preocupa su integridad ─me asegura. Yo dudo que un hombre que acaba de conocerme esté preocupado por mí, pero lo dejo continuar, con la esperanza de que él satisfaga mis preguntas. El Doctor Moore se sienta en el borde de la camilla, justo a mi lado, sin rozarme. No me cabe duda de que está tratando de crear un clima de confianza, pese a que no lo consigue ─. Hace siete días, usted quedó en coma tras recibir un fuerte golpe en el cráneo. Despertó hace un par de días susurrando el nombre de un hombre llamado Jack, pero no ha tomado conciencia hasta hoy. Señorita Devereux, la razón por la que se encuentra en este hospital psiquiátrico es que, el veintisiete de febrero, usted atacó a una mujer en un callejón oscuro situado en Seattle. Al ser detenida por la policía, trató de escapar, y en la huida, se hizo esa herida que tiene en la cabeza. Se le ha diagnosticado un trastorno de desdoblamiento de la personalidad, y el juez ha determinado su ingreso en este centro.
Tengo tal conmoción al escuchar lo que me dice que me levanto con brusquedad, y golpeo sin intención una bandeja con instrumental sanitario que hay a mi lado, que cae al suelo provocando un gran alboroto. El Doctor Moore me observa impasible, y yo me llevo las manos a la cabeza. Tengo el rostro desencajado.
─Acaba de decir usted que he atacado a una persona ─repito, todavía conmocionada.
─Así es.
─Y que estoy en un manicomio
─Nosotros preferimos llamarlo hospital psiquiátrico.
Suena igual de horrible, opino para mí.
─Exijo que me saquen de aquí ahora mismo. No sé lo que ha sucedido, pero sin duda se trata de un error. Mi nombre es Pamela Blume Bailey, y ni siquiera he atacado a nadie. Resido en Seattle, soy abogada penalista, y me ha confundido con otra persona.
El Doctor Moore ni siquiera se mueve de su asiento.
─Por favor, señorita Devereux, siéntese ─me ordena sin inmutarse.
¿Pero qué demonios le pasa a este tipo? ¿Y por qué no se inmuta?
─¡No me da la gana! ¡Y me llamo Pamela, Pamela Blume! ¿Me está escuchando? ¡Pamela Blume! ─estallo fuera de mí.
─Su nombre completo es Rebeca Devereux Egan. Es natural de Irlanda, y sus amigos la llaman Becca. Reside en Estados Unidos desde hace varios años, pero su nacionalidad es irlandesa. Hace un par de meses, se mudó a Seattle para investigar un supuesto crimen que sólo sucedió en su imaginación. Se ha creado falsas identidades con asiduidad, y en esta última ocasión, se ha metido en la piel de Pamela Blume, falsificando la identidad de una magnate de bienes raíces muy reconocida de Seattle, con dos hijos y militante del partido republicano.
─¡Es usted un mentiroso, sácame de aquí ahora mismo! ─exploto, y corro hacia la puerta para abrirla.
Tiro del pomo, pero me aterrorizo al darme cuenta de que la puerta está cerrada con llave.
─Abra ahora mismo esta puerta, o me veré en la obligación de utilizar la fuerza ─lo amenazo, y sé que he perdido la capacidad de ser una mujer razonable.
El Doctor Michael Moore se incorpora, da dos pasos hacia mí, y se mete las manos en los bolsillos. Pego la espalda contra la puerta, sintiéndome como un gato acorralado que no tiene escapatoria. Observo la mano que hay dentro de su bolsillo, completamente aterrorizada.
─¡Saque la mano del bolsillo! ¿Qué tiene ahí? ─me alarmo.
De manera automática, hace lo que le pido. Pone las dos manos en alto, demostrándome que no va a hacerme daño. O eso es lo que él intenta hacerme creer. Mientras tanto, trato de buscar una escapatoria, pero esta habitación tampoco tiene ventanas, y la única salida está cerrada bajo llave. Sé que me ha traído hasta aquí a propósito.
─En el bolsillo tengo su documento de identidad. Puede comprobar que no le miento metiendo la mano dentro.
─No lo creo.
─¿Prefiere que se lo muestre yo?
─¡No!
Me acerco a él, y sin pensarlo, rebusco dentro de su bolsillo sin ningún pudor. Rozo con los dedos una tarjeta plastificada. La agarro y me la llevo a la cara. La tarjeta me tiembla entre los dedos, y abro mucho los ojos. Mi foto está plasmada en un documento de identidad irlandés, a nombre de una tal Rebeca Devereux Egan.
─Es una falsificación muy buena ─mi voz tiembla al hablar.
─No se trata de una falsificación.
Doy un paso hacia atrás, y siento mucho miedo.
─No estoy loca... ─le hago saber, con un hilo de voz.
─Usted no está loca, señorita Devereux. Pero tiene un trastorno de la personalidad que le hace crear falsas identidades. Aquí vamos a ayudarla.
¿Ayudarme? ¿¡Ayudarme!?
El Doctor Moore da un paso hacia mí, y yo pongo las manos en alto, como si eso pudiera detenerlo.
─No se acerque a mí ─le ordeno, con impotencia.
─Por favor, no haga esto más difícil.
─Le juro que lo golpearé si da un paso más. No soy una persona violenta, pero estoy dispuesta a defenderme si me ataca.
─No pienso atacarla ─da otro paso hacia mí.
Pierdo los nervios, y trato de apartarlo de un empujón. Él me sostiene las muñecas con firmeza, pero a pesar de que no me hace daño, me siento indefensa, y comienzo a patalear y a pedir ayuda. El Doctor Moore se mantiene impasible, y me pide que me calme. Ante mis gritos, varias enfermeras abren la puerta y entran en la habitación. Me agarran entre todas, y observo el destello metálico de una aguja.
─¡No, no me pinchen! ─me niego, y me retuerzo entre ese montón de brazos que aferran mi cuerpo.
La aguja se introduce en la carne de mi brazo, y aúllo con rabia. Pataleo, me resisto, pero al final, siento como el cuerpo me pesa y me desplomo. Pero no me dejan caer, y un par de brazos me agarran de la cintura para alzarme sobre el suelo. Un hombre me carga en brazos y me sostiene contra un pecho duro y masculino. La vista se me nubla, y atisbo a ver la silueta borrosa de un hombre. Alzo el brazo para acariciarle el rostro, pero no tengo fuerzas y lo dejo caer.
─Jack... Jack... Jack... ─susurro su nombre con desesperación, y después, pierdo la conciencia.

CAPÍTULO DOS
Seattle, treinta días antes
Terminé de pintarme los labios y me eché un último vistazo en el espejo. Llevaba el cabello pelirrojo atado en un pulcro moño sobre la coronilla, el rostro maquillado con pulso firme, los ojos azules delineados con kohl y los pómulos realzados con un toque de colorete. Vestía un sencillo traje de dos piezas en color crema, y me subí a los stilettos para luego echarme el bolso al hombro y recoger los papeles del divorcio que había sobre el mueble de la entrada.
Fígaro, mi gato persa de espeso pelaje gris, se enredó entre mis piernas para recabar mi atención. Me agaché para acariciarlo detrás de las orejas, suspiré y abrí la puerta para marcharme. Conduje hacia mi despacho, con la intención de poner punto y final a aquella estúpida unión que me tenía atada al hombre más insoportable, arrogante y atractivo que había conocido en mi vida.
Al llegar al despacho, me detuve en la entrada a saludar a Linda, la pasante de mi despacho de abogados, y mi ayudante personal. Me apoyé sobre el escritorio, y ella me dedicó una sonrisa sincera y cargada de admiración. Tenía suerte de contar con ella, a pesar de que todavía no se lo había dicho.
─Buenos días, señorita Blume. El señor Colombini ha llamado un par de veces, y me ha exigido hablar con usted. Le he recordado que su horario laboral es de lunes a viernes, de las ocho a las doce y media del medio día, pero no parece entenderlo.
─Has hecho bien, Linda. Ese hombre es insoportable, y no pienso volver a defender al malcriado de su hijo si no me abona mis honorarios.
─Lo sé, por eso le he dicho que esta semana está de vacaciones, y que le sería imposible contactar con usted.
─Así me gusta, que tomes la iniciativa de vez en cuando. Y si es para sacarme de encima a tipos como Colombini, mucho mejor.
─Me estoy soltando, señorita Blume. Sólo necesito tiempo... ─se sinceró con modestia.
─Pamela, ya te lo he dicho varias veces. En esta oficina están prohibidos los formalismos.
─De acuerdo Señorita Blume,quiero decir... Pamela.
Le sonreí para tranquilizarla. Linda era una joven de veintidós años que acababa de terminar su carrera universitaria con una calificación Summa Cum Laude. Tenía entusiasmo y era inteligente. Él único problema es que carecía de la agresividad necesaria para devorar el mundo.
─¿Está ahí dentro? ─pregunté, haciendo un gesto con la cabeza para señalar la puerta de mi despacho.
Linda asintió y se colocó las gafas sobre el puente de su nariz.
─Es más guapo de lo que imaginaba. Si yo fuera usted... me divorciaría para volver a pedirle matrimonio ─me soltó sin poder contenerse, con gesto de ensoñación.
Puse cara de espanto.
─No me pases llamadas hasta que termine con él ─le ordené.
Linda asintió, e hizo como que volvía a su trabajo, pero lo cierto es que me dedicó una mirada curiosa por encima de su escritorio, esperando a que yo abriera la puerta. Me giré para mirarla, y ella escondió la cabeza entre los hombros, lo que me provocó una sonrisa.
Agarré el pomo de la puerta, y me juré a mí misma que esta vez no iba a perder los nervios. Sólo era un hombre, yo iba a llevar a cabo un trámite algo más personal que de costumbre, y eso era todo. Pero en mi interior, sabía que Jack Fisher no era sólo un hombre. Él era el hombre. Era grosero, arrogante, seguro de sí mismo e infinitamente provocador.
Empujé la puerta y contuve el aliento. Lo primero que divisé fue su espalda ancha, ataviada bajo aquel traje hecho a medida que le sentaba tan bien. Jack se empeñaba en vestir de manera informal, con aquellas sudaderas que tanto me horrorizaban, así que supuse que su atuendo se debía a que hoy tenía que hacer frente a un juicio, por lo que imperaba la necesidad de mostrarse presentable. En realidad, Jack fisher era un hombre más que presentable. Bien parecido y sagaz; desprendía la clase de magnetismo salvaje que te hacía girar la cabeza para echarle un vistazo si te lo encontrabas por la calle.
Carraspeé para llamar su atención, a pesar de que sabía que él ya se había percatado de mi presencia. Se giró para saludarme, y por un instante, me deleité ante aquel rostro algo pálido, de rasgos fuertes y cabello rubio plomizo. Tenía los ojos grises, de una tonalidad intrigante, los labios anchos, provocadores... y me miraba a la cara.
─Llegas diez minutos tarde ─soltó de malhumor.
─Yo tampoco me alegró de verte ─le espeté con frialdad, y tomé asiento en el lado opuesto de la mesa.
Él volvió a sentarse, se desabrochó con destreza los últimos botones de la americana, y me miró a los ojos. No habíamos vuelto a vernos desde hacía tres meses, en los que para mi deleite, le había enviado una carta certificada a su domicilio con los papeles del divorcio. Me gustó ser yo quien tomara la iniciativa para darle en las narices, pues sabía que aquel paso era inevitable.
─Hoy estás preciosa, Pamela. Se nota que casarte conmigo te ha vuelto más encantadora ─me dijo de manera mordaz, para sulfurarme.
─Y lo estaré todavía más cuando firmes los papeles del divorcio. No tienes ni idea de las ganas que tengo de perderte de vista.
Él apretó la mandíbula, molesto por lo que acababa de decirle. No sé de qué se extrañaba a estas alturas. Por todos era sabido que Jack y yo manteníamos una enemistad desde hacía años, y una rivalidad en lo profesional que rallaba en lo obsesivo. A eso se le unía aquella tensión sexual que por mi parte, me afanaba en ignorar. Por tanto, lo mejor para los dos era estar separados.
Abrí la carpeta que contenía la documentación y le ofrecí una copia. Su mano rozó la mía a propósito, pues supe que lo hizo para provocarme. No quise concederle mayor importancia, pero lo cierto era que aquel leve contacto había producido en mí una corriente de electricidad de la cabeza a los pies.
─Qué suerte que uno de los dos sea una prestigiosa abogada ─me dijo, y enunció aquellas dos últimas palabras con desapego.
Sabía que él no veía con buenos ojos la manera en la que yo había encauzado mi carrera, pero poco me importaba. Él estaba al otro lado de la ley, y ahí iba a quedarse, con sus estúpidos principios y su altanería insoportable.
─¿Es necesario que lo lea antes de firmarlo o puedo fiarme de ti? ─inquirió, para sacarme de mis casillas.
─Haz lo que te dé la gana. Tenemos todo el tiempo del mundo para fantasear con los planes que haremos cuando volvamos a estar solteros. No veo el momento ─repliqué yo, para hacerle daño.
Él rozó el bolígrafo con las yemas de los dedos, y sentí en mi propia piel que era a mí a quien acariciaba, lo cual era absurdo. No podía fantasear con algo que ni siquiera había experimentado antes. Entonces, lo apartó a un lado, cogió los documentos y empezó a leerlos uno a uno, con detenimiento y una concentración que me enervó.
Era un imbécil.
Yo había redactado los papeles del divorcio, pero lo cierto es que se trataba de un divorcio de mutuo acuerdo, sin la necesidad de que existieran abogados ni engorrosos trámites judiciales, pues no teníamos posesiones en común, apenas llevábamos tres meses casados, y no había existido convivencia alguna. Lo hacía para molestarme, por lo que decidí seguirle el juego.
─Veo que vas a tomártelo con calma, así que no te importará que me fume un cigarrillo mientras espero.
Saqué el cigarrillo, y antes de encenderlo, él respondió:
─Detesto que fumes y lo sabes.
─Me trae sin cuidado.
Encendí el cigarrillo para luego echarle el humo a la cara esbozando una amplia sonrisa. Él me dedicó una mirada que me traspasó, hundió los ojos en los documentos, y soltó un juramento en voz baja que a mí no me fue difícil escuchar.
─¿Has terminado? ─insistí, perdiendo la paciencia.
Él se negó a responderme. Pasó los folios con lentitud, y se recostó sobre el respaldo para estar más cómodo. Tan concentrado como estaba, me dediqué a observarlo a mi antojo. Tenía la espalda ancha, e incluso sentado, se intuía que era un hombre imponente. Siempre me había irritado y encantado a partes iguales que él fuera más alto que yo. Tenía unos brazos fuertes, el cuerpo atlético, y desprendía ese aire seguro de sí mismo que a mí me fascinaba, y que nunca admitiría en público.
Apagué el cigarro sobre el cenicero que había en la mesa. Él relajó el rostro, pero no se detuvo y siguió leyendo los papeles, en apariencia concentrado en su escrutinio. Me encendí otro cigarrillo, y apoyé los codos en la mesa, clavando los ojos en él. Pude sentir cómo se tensaba, pero me dio igual.
─¿Has terminado? ─repetí de nuevo.
Por Dios... qué hombre tan exasperante.
No sé a qué estaba jugando, y desde luego que no entendía por qué le gustaba hacernos perder el tiempo.
─Que si has terminado ─le solté, de mala manera.
Expulsé una amplia bocanada de humo que fue directa a su cara. De repente, Jack se levantó, me arrebató el cigarrillo y lo aplastó dentro del cenicero. Arrugó los papeles entre sus manos ante mi mirada atónita, se levantó y tiró la bola de papel dentro de la papelera. Me levanté ipso facto, y pegué un golpe en la mesa.
─¿Se puede saber qué estás haciendo? ─le espeté enfurecida.
─Si te quieres divorciar de mí, nos vemos en el juzgado ─respondió él, con fingida calma. Lo cierto es que su poderoso cuerpo emanaba tensión.
Rodeé la mesa para encararlo, pero luego me lo pensé mejor y me detuve a una distancia prudencial de Jack. Él me miró impasible, como si nada. Yo coloqué una mano en mi cadera, contuve el aire y traté de no perder los nervios.
─Es evidente que has perdido el juicio ─le recriminé.
─Es imposible tratar contigo cuando te comportas como una mujer desagradable y caprichosa.
─¡Pues divórciate de mí! ─exclamé, sin salir de mi asombro.
Me dio la impresión de asistir a una película surrealista en la que no me habían explicado el argumento. Algo me estaba perdiendo, pero entonces observé a Jack, tan seguro de lo que hacía; tan impasible y controlado.
─De ahora en adelante, si quieres tratar conmigo, te sugiero que te pongas en contacto con mi abogado ─me dijo, antes de salir por la puerta.
Corrí hacia la entrada y lo observé salir con andar resuelto. De un momento a otro, lo que debió de ser una simple firma se había convertido en una batalla irracional que me había dejado con dos palmos de narices. Lo contemplé entrar en el ascensor, y tuvo el descaro de despedirse con una mano antes de que las puertas se cerraran.
─¿Ya os habéis divorciado? ─me preguntó mi ayudante.
─Cállate Linda ─le espeté.
Ella no tenía la culpa de aquello, pero me sentí tan frustrada que tuve la necesidad de desquitarme con el primero que tuviera en frente. Por ello, no dudé en acercarme y decirle:
─Hoy me tomo el día libre. Si preguntan por mí, me he ido a casa porque me encontraba muy enferma.
─Pero estás perfectamente... ─se extrañó.
Era un ser adorable e ingenuo.
Me colgué el bolso al hombro antes de encaminarme hacia el ascensor.
─¡Pero tiene una llamada muy importante! ─insistió, corriendo tras mis pasos.
─La contestaré mañana.
─De su hermana ─puntualizó.
Aquella palabra mágica me hizo detenerme. Sentí que todo el peso del pasado se derrumbaba sobre mis hombros.
─¿Mi hermana Helen? ─pregunté, a pesar de que sabía que no se trataba de ella.
Helen me hubiera llamado a mi número personal, y no a la línea del trabajo.
─Me dijo que se llama Olivia, y que necesita verla urgentemente.

***
Llegué al Centro de Detención Federal de Seatlle veinte minutos después de que Linda me hubiera explicado con escasos detalles la razón de la llamada de mi hermana. Sabía que Olivia debía de estar desesperada para llamarme, pues desde hacía años, nuestra relación era de todo menos estrecha. En realidad, Olivia no se llevaba bien con nadie de la familia. Era una chica de espíritu rebelde y poco convencional. Había trabajado como corresponsal de guerra, profesión que nuestros padres jamás aprobaron. Tras la muerte de mi padre, Olivia se asentó en un periódico de Nueva York, y poco había vuelto a saber de ella. Nunca cenaba en casa por navidad, y un par de meses al año, yo le ingresaba dinero en una cuenta corriente que tenía a nombre de un tal David O´Connor, al que ni siquiera conocía, y por el que no sentía curiosidad alguna.
El Seattle DFC se encontraba a las afueras de la ciudad. Era un imponente edificio gris, con múltiples ventanas, arquitectura moderna y algunos espacios verdes. A pesar de su poco convencional aspecto carcelario, lo cierto era que a mí me desagradaba. Debido a mi trabajo, estaba acostumbrada a pulular por sus pasillos, pero no terminaba de acostumbrarme. Los delincuentes, los funcionarios huraños y arbitrarios y aquel aire deprimente me impelían a permanecer dentro sólo el tiempo necesario para el desarrollo de mis diligencias.
Me identifiqué ante el funcionario de prisión de turno, y en cuanto dije el nombre de la persona a la que iba a visitar, éste puso cara de espanto y ordenó a otro que me acompañara. No era necesario, pues me sabía el camino de memoria, pero lo cierto es que caminar acompañada me hacía sentir más segura.
La vi a lo lejos del pasillo antes de llegar a la sala de visitas. Me conmocionó percatarme de lo mucho que había cambiado en estos últimos cinco años. Mi hermana y yo compartíamos el cabello pelirrojo, pero ella lo tenía lacio y apagado. Su rostro estaba pálido, demacrado y ojeroso. Lucía aún más delgada que de costumbre, y si ya de por sí no era una mujer atractiva, ahora se mostraba con un aspecto desmejorado que me alarmó.
─¿Me permite un segundo? Tengo que hablar con el familiar del detenido ─le expliqué al guardia que me acompañaba.
─No tarde demasiado. Debemos cumplir el protocolo ─me recordó, en tono severo.
─No serán más de cinco minutos.
En ese momento ella me vio. Se llevó las manos al rostro, y se borró las lágrimas que le empañaban los ojos para mostrar ante mí una fortaleza de la que era evidente que carecía en este momento. Durante unos segundos, me quedé parada y sin saber cómo actuar. Llevábamos muchos años sin vernos, y si ella había acudido a mí, no era en busca de un hombro sobre el que llorar, sino en pos de la mejor abogada que con toda seguridad conocía. Al final, me acerqué a ella como la abogada profesional que era y le tendí la mano en un gesto mecánico del que me arrepentí al instante. Después de todo era mi hermana, y no habría estado de más haberle ofrecido un beso. Pero ya era demasiado tarde, pues ella estrechó mi mano. La suya estaba sudorosa y fría.
─Han detenido a David ─me explicó.
Me asombró que su voz sonara tal y como yo la recordaba. Grave y enfática. En algún lugar de mi cerebro, recordaba aquel día en el que le dije que tenía voz y madera para ser una excelente locutora de radio. Como siempre, había optado por ignorar mis consejos.
─¿Quién es David?
─Mi marido.
Intenté no poner cara de sorpresa, pero fue la que me salió. No tenía ni idea de que ella estuviera casada, pero a estas alturas, tampoco tenía por qué sorprenderme. Con toda seguridad, aquel David era el mismo al que yo le había estado enviando dinero sin hacer preguntas.
─¿Y qué se supone que ha hecho tu marido para que el juez se haya negado a aceptar la fianza para dejarlo en libertad? ─exigí saber.
Ante aquella afirmación, Olivia se echó a llorar.
Me había dado tiempo a hacer un par de llamadas, y lo único que me había adelantado la secretaria del juez encargado del caso es que no sería posible pagar la fianza de libertad condicional.
─Él no ha hecho nada. Es inocente ─me aseguró sin vacilar.
Aquella era mi parte preferida del trabajo, pero tal era su estado, que decidí no poner su afirmación en tela de juicio.
Mi hermana me cogió de los hombros, y mirándome con una desesperación que me asustó, se aferró a mí y dijo:
─Tienes que sacarlo de ahí. Sé que tú puedes sacarlo de este lugar.
Creo que aquella era la primera vez en la que Olivia confiaba en mí. Qué conmovedor. Intenté no irritarme, y asentí con rectitud mientras adoptaba aquella expresión afectada y determinada que quería decir que iba a hacer bien mi trabajo.
Me aparté de ella y me dirigí al guardia para que me abriera la puerta de la sala de visitas en la que se encontraba el marido de mi hermana. Olivia se colocó a mi lado con la intención de acompañarme dentro, pero yo la detuve.
─Las reuniones entre el abogado y su cliente son privadas y confidenciales. El secreto profesional no te incluye a ti. No te preocupes, él está en buenas manos ─le aseguré.
─Pero...es mi marido... ─se quejó.
Sacudí la cabeza en una negativa rotunda antes de entrar en la sala de visitas. Segundos después, la puerta se cerró a mi espalda y me encontré frente a un hombre esposado a una mesa. Aún no llevaba la ropa de detención, y lucía conmocionado y desorientado, como si no supiera qué es lo que estaba haciendo allí. Me senté frente a él, abrí mi maletín y coloqué un par de folios y un bolígrafo sobre la mesa.
─Hola David. Soy Pamela Blume, tu abogada ─me presenté, ofreciéndole la mano con educación.
En mi vida profesional le había tenido que estrechar la mano a toda clase de personas. Algunas buenas, y el resto, escoria que me repugnaba y que carecía de cualquier principio. Nunca le había tenido que estrechar la mano al marido de mi hermana en aquellas circunstancias.
David sostuvo mi mano entre las suyas con ansiedad, y no quiso soltarla. Sabía que en aquel momento yo era su única salvación, y se aferraba a mí como un clavo ardiendo. Podía ver en sus ojos la desesperación y el miedo más absolutos.
Tuvo que soltar mi mano cuando uno de los guardias que estaba custodiando la puerta dio dos pasos hacia él con gesto amenazador. Él encorvó todo el cuerpo, y con lentitud, alejó sus manos esposadas de la mía y las dejó caer sobre la mesa.
─Tú debes de ser la hermana de Olivia... dicen que eres una buena abogada... ─me dijo, con la voz temblorosa y cargada de esperanza.
De hecho, la mejor abogada. La falsa modestia no era mi especialidad.
─No sé la razón por la que te tienen encarcelado, pero necesito que me seas completamente sincero y me cuentes por qué estás aquí. No omitas nada, por nimio que te parezca. Si hay algo que te incrimine, o has cometido los delitos de los que se te acusa, necesito conocer todos los detalles para elaborar una estrategia y defenderte judicialmente. Necesito que confíes en mí.
David asintió, y tragó con dificultad antes de hablar.
─Le juro que no he hecho nada de lo que se me acusa... yo... me desperté aturdido en la casa de aquella chica. Me dolía la cabeza, y cuando me levanté, un montón de policías cayeron sobre mí y me arrestaron.
─¿Quién era la chica de la que hablas?
─Se llamaba Jessica y era prostituta.
─¿Te acostaste con ella?
─¡No! ¡Por Dios, claro que no! Estoy casado con su hermana.
Mi rostro no se alteró en ningún momento ante la indignación que bramaba el suyo.
─Ahora es mi cliente, David. Estoy amparada por el secreto profesional. Quiero que sepas que el parentesco con mi hermana finalizó en el momento en el que entré en esta sala y tuve que defenderte ¿Entendido? ─él asintió─. ¿Qué hacías en casa de Jessica?
─Soy periodista, y había quedado con ella porque era mi fuente en un asunto de investigación periodística.
─¿Le abrió ella la puerta?
─Sí. Ya nos conocíamos, y fuimos juntos a su casa para hacerle una entrevista. Ella tenía miedo de que alguien nos viera juntos.
Apunté aquello en el folio, y lo miré a los ojos.
─¿Mataste a Jessica? ─le pregunté sin rodeos.
─¡No! Yo sería incapaz de hacerle daño a nadie.
Me pareció sincero, pero qué sabría yo. En mi vida, me había encontrado con personas que tenían la capacidad de mentir sin pestañear.
─¿Cuándo perdiste la conciencia?
─Habíamos terminado la entrevista, estaba a punto de marcharme... y no recuerdo nada más. Cuando desperté, estaba siendo detenido y Jessica estaba muerta. La habían apuñalado.
El rostro se le llenó de lagrimas, y se llevó las manos a la cara, preso de la desesperación.
─¿Sabes si te han hecho algún análisis de sangre? ¿Algo que demuestre que pudiste ser drogado?
─Me llevaron a una unidad ambulatoria, y me hicieron unos análisis de sangre.
─Pediré tener acceso a los análisis para saber si se encuentra algún tipo de sustancia ilegal en tu cuerpo. ¿Tienes algún golpe? ¿Arañazo? ¿Algo que demuestre que Jessica se defendió al ser atacada por ti?
─No... bueno... sólo una herida en la cabeza.
─Enséñamela ─le ordené.
Él se giró para mostrarme la herida que tenía cerca de la oreja izquierda.
─Creo que alguien me golpeó. No le encuentro otra explicación.
─¿Sabes si Jessica tenía enemigos? ¿Alguien que pudiera tener motivos para asesinarla?
Dudó antes de contestar.
─No.
─¿Estás seguro? ─insistí.
─No lo sé. No la conocía demasiado. Sólo sé que yo no lo hice.
─¿Hay algo más que debas contarme?
David se paso la mano por la barbilla en un gesto que evidenciaba que estaba incómodo. Lo miré a los ojos, tratando de adivinar si me estaba ocultando algo relevante. La nuez de su garganta subió y bajo, retiró la mirada de la mía y respondió:
─No, no hay nada más que deba contarte.
─Es importante para mí que me cuentes toda la verdad. Puedo tener acceso a las pruebas que haya practicado la policía, pero no puedo tener acceso al trabajo probatorio del fiscal, por lo que me será imposible conocer su análisis estratégico. ¿Entiendes lo que quiero decir? Si me mientes, o me ocultas información, te estarás perjudicando a ti mismo.
─Lo entiendo... pero soy inocente.
Asentí sin estar convencida, y me despedí de David para volver a encontrarme con mi hermana. Olivia seguía de pie en el mismo sitio en el que la había dejado, y en cuanto me vio, se acercó a mí y comenzó a hablar de manera atropellada.
─¿Qué tienen contra él? Sea lo que sea, estoy segura de que David es inocente. Él sería incapaz de hacerle daño a nadie.
─Aún no lo sé. Sólo espero que él haya sido sincero respecto a lo que me ha contado. Pronto tendré la reunión con el fiscal, y me gustaría estar preparada para lo que vaya a ofrecerme.
─David no querrá pactar. Lo conozco, y estará dispuesto a ir a juicio.
Aparté la mirada de la de mi hermana, incapaz de trasladarle todas mis dudas al respecto. Sabía que lo mejor sería pactar una condena, y ya había tratado con anteriores clientes testarudos dispuestos a demostrar su inocencia ante un jurado compuesto por demasiadas personas a las que convencer.
─En ese caso, espero que me haya contado toda la verdad.
Olivia tensó la boca en una fina línea, como si quisiera añadir algo que se evaporó en sus labios cerrados.
─No sabía que estuvieses viviendo en Seattle.
─En realidad, nos trasladamos a Washington hace un par de semanas. Teníamos pensado volver a Nueva York cuando David terminara su reportaje. Ahora sólo vivimos de encargos esporádicos, porque el periódico para el que trabajaba cerró hace un par de meses. Respecto a tus honorarios...
─No te preocupes por eso. No me debes nada, pero no estoy segura de ser la persona idónea para llevar este caso. David no termina de confiar en mí, y creo que me oculta cierta información porque soy tu hermana.
─Hablaré con él ─determinó ella.
─Olivia... ¿Hay algo que yo deba saber? ─insistí.
─No... de verdad que no.
Asentí, y lo di por perdido. Sabía que pronto, en cuanto tuviera acceso al informe policial, uno de los dos acudiría a contarme el resto de la verdad.
─Supongo que necesitas quedarte en casa unos días ─me ofrecí, para cambiar de tema.
Ella esbozó una expresión comedida cargada de incomodidad, se mordió el labio y negó con la cabeza.
─Oh... respecto a eso... he hablado con Helen, y me quedaré en su casa durante unos días. Espero que no te importe.
─No lo hace ─le mentí, pero lo cierto es que me sentí decepcionada.
Olivia acudía a mí según su conveniencia. Para pedirme dinero, o para que ayudara a su marido. Pero siempre había preferido la compañía de Helen, y aunque me decía a mí misma que no me importaba, sentí una profunda frustración, pues no entendía lo que había hecho mal para ganarme su antipatía.
─Me tengo que ir. Ya nos veremos ─me despedí, sin poder evitar hacerlo con frialdad.
─Adiós. Muchas gracias por venir en cuanto te has enterado.
Me rozó el brazo con la mano, y se apartó de mí, dejándome marchar. Salí de la prisión con la sensación de que algo se me escapaba, y con la certeza de no conocer en absoluto a mi hermana. En el momento en el que me monté en el coche, traté de poner la mente en blanco, y me dirigí hacia el barrio de SoDo, que formaba parte del distrito industrial de la ciudad.
No es que SoDo me fascinara, y en realidad, prefería cualquier sitio de Pioneer Square, o el tranquilo y bucólico barrio de Queen Anne en el que residía, pero todos mis colegas de profesión se reunían los viernes en un local de copas situado en la Cuarta Avenida. Se trataba de una nave industrial reconvertida con aquel aire grunge y snob que mantenía el barrio. Era famoso por sus galería de arte, loft de artistas, pubs y algunos comercios.
En cuanto vi a Linda, la saludé con la mano y me acerqué hacia donde estaba. Era una joven coqueta y extrovertida, con tendencia a gustar a todo el mundo y relacionarse con cualquier persona. Por eso, me extrañaba que luego fuese tan tímida, y en ciertos aspectos, gozara de poca iniciativa. Por mi parte, yo era huraña, poco dada a hablar de mi vida y relacionarme más allá de mi círculo de amigos íntimos, si es que se podía decir que tuviera relaciones más allá del terreno profesional. Se podría admitir que era aburrida e incluso fría, pero en el trabajo, me transformaba y daba lo mejor de mí. No me avergonzaba admitir que tenía grandes ambiciones, y confiaba en aquello de El fin justifica los medios.
─Pensé que ya no vendrías, ¿Es grave lo del marido de tu hermana? ─se interesó.
Le eché tal mirada, que ella dejó de insistir y me entregó lo que llevaba en las manos. Se trataba del informe policial del caso O´connor.
─No se lo he tenido que pedir dos veces. Es evidente que el agente Norton está colocado por ti.
Estar colado era un término muy alarmante para lo que consideraba como un interés sexual por su parte de un par de polvos sin compromiso.
─Que siga esperando.
Ambas nos reímos.
─Te juro que no le he echado ningún vistazo.
─Si yo hubiera estado en tu lugar, me habría podido la curiosidad ─le respondí sin más.
De hecho, en aquel instante, no había nada de lo que tuviera más ganas que abrir el informe policial y sumergirme en los secretos de David. Pero Linda me cogió del brazo, y me arrastró consigo hacia aquel antro de luces, música ensordecedora y gentío.
De inmediato, me encontré con los ojos grises de Jack, situado con unos amigos en el fondo del local, y apoyado con el codo sobre la barra, en una actitud despreocupada, salvaje y sexual que me hizo detenerme al instante. Era imposible no sentirse atraída por aquel hombre, que vestía con unos sencillos vaqueros y una sudadera oscura de los Seahawks. A regañadientes, seguí a Linda hasta la barra e hice como si lo ignorara.
¿Había dicho yo que las sudaderas que llevaba eran horrorosas? Mentí, por supuesto que mentí.
Le eché una mirada de reojo, y lo encontré observándome, lo cual me sobresaltó. Él alzó la copa que tenía en la mano, la inclinó hacia mí y se la llevó a los labios, como si estuviera brindando en mi honor. Apreté la mandíbula y le ofrecí mi mejor expresión de enojo. Él esbozó una sonrisa ladeada, como si mi actitud lo divirtiese.
─¿Te puedo invitar a una copa? ─se ofreció un tipo al que ni siquiera me digné a mirar.
─¿Tengo pinta de no poder pagarme mis propias copas? ─le ladré, pagando con aquel desconocido mi malhumor.
El hombre se largó de mi lado, y pude observar que a Jack se le había oscurecido la expresión, como si verme acompañada lo afectara. Desconocía qué podía pasar por aquella mente tan retorcida, pero estaba segura de que si Jack había ido hasta allí era por el simple placer de fastidiarme.
Traté de ignorarlo, y me centré en conversar con Linda, quien estaba demasiado ocupada coqueteando con un moreno bien parecido que tenía las manos inquietas. Así que dejé la copa intacta en la barra, y me fui al centro de la pista para bailar y poder despejarme. Me fundí con la música y con quienes me rodeaban. Ni siquiera me importó que el mismo tipo de antes tratara de acercarse y bailar conmigo. Lo único que quería demostrarle a Jack era que no me importaba. Que ansiaba el divorcio. Que lo detestaba.
Alcé los ojos victoriosa hacia su encuentro, y entonces me tembló todo el cuerpo. Una mujer estaba a su lado, le acariciaba el brazo sin ningún pudor y le hablaba de manera íntima cerca de su rostro. De repente, él fijó los ojos en mí, como si pudiera anticipar mi reacción. Con el rostro hirviendo de rabia, y sin poder evitarlo, me dí media vuelta y me encaminé hacia el cuarto de baño. Allí metí el rostro bajo el grifo del agua fría, sin que me importara lo que otros pudieran pensar de mí.
Al alzar la cabeza, contemplé a la chica de numerosas pecas y rostro goteando por el agua que me devolvió la mirada. Por mucho que intentara disimular lo contrario bajo un traje caro y algo de maquillaje, la imagen de la mujer sombría, solitaria y asfixiada por su pasado siempre me perseguiría.
Cuando salí al pasillo, una mano fuerte me agarró del brazo y me empujó contra un pecho firme, duro y muy masculino. Aspiré el olor del brandy y el de una promesa de sexo salvaje que me enloqueció. Olía como algo prohibido, tentador y que sabía que no debía tocar. Joder, tenía que alejarme de él antes de que mi minado autocontrol me catapultara hacia sus brazos.
─¿Acalorada? ─estalló su voz ronca contra mi oído.
Traté de apartarlo de un empujón, pero el pasillo era lo suficiente estrecho para mantenernos pegados. Deliciosa y peligrosamente pegados.
─Apresurada. Tengo mucha prisa ─lo corregí, y lo miré a la cara─. Si no te importa...
Lo hice a un lado para salir de allí, pero sus siguientes palabras me detuvieron.
─Me hubiera gustado hacerme con el caso de O´connor. Lástima que estemos casados, y me haya visto obligado a dejarlo.
Si Jack estaba interesado en el caso del marido de mi hermana, debía de tener una razón de peso. Aunque lo negase, él era tan ambicioso como yo, y aspiraba a ser el fiscal general del Estado.
─Tú lo has dicho. Es una lástima que estemos casados ─le dije, para cabrearlo.
Su mano acarició la mía con descaro.
─Vamos Pam… lo tuyo es defender a criminales de poca monta..., te va bien así. ¿Por qué no dejas que otro se encargue del caso? Lo tienes perdido.
─Nunca acepto nada que pueda perder ─repliqué yo, alzando la barbilla para fulminarlo con la mirada─, si querías el caso de O´connor, tendrías que haberte divorciado de mí. Esto tiene demasiadas desventajas.
Se apartó de mí como si acabara de golpearlo.
─Demasiadas desventajas ─admitió con desagrado.
Me di la vuelta para huir, pero en ese momento, él me agarró de la muñeca e impidió que me alejara. En un segundo, su cuerpo cayó sobre el mío y me aprisionó contra la pared. Sus labios rozaron mi cuello y capturaron el lóbulo de la oreja. Sentí que un deseo febril me recorría todo el cuerpo hasta convertirme en una masa de carne que discurría a su antojo
─Y alguna ventaja muy atractiva... ─sugirió, de una manera que me volvió loca.
─Estás borracho ─le espeté cabreada.
─Pero siempre te veo igual de guapa.
No hizo el intento de besarme, pero lo deseé. Joder, lo deseé muchísimo. Su mano se acercó a mi rostro, y me acarició la mejilla en un movimiento hipnótico que me dejó hechizada y con ganas de más. Tenía su cuerpo pegado al mío, y sentí la necesidad de olvidarme de todo para acogerlo en mis brazos. Cerré los ojos, y esperé que me besara. Por todos los dioses, deseé que me besara.
Entonces él se separó de mí, dejándome con cara de idiota.
─El alcohol y nosotros no es una buena combinación. Adiós, Pamela ─me soltó de pronto, por lo que me quedé anonada.
Quise darle una bofetada, pero todo lo que hice fue abrir los ojos de par en par, y encontrarme con aquella expresión burlona que tanto me fastidiaba. Detestaba que se rieran de mí, pero Jack Fisher parecía dispuesto a evidenciar lo ridícula que era al sentirme atraída por mi futuro ex marido. Antes de que me arrepintiera de demostrarle lo mucho que me afectaba, me abrí paso con el hombro y salí del local sin mirar atrás.

©Chloe Santana, Todos los derechos reservados.
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