martes, 27 de mayo de 2014

PRÓLOGO Y CAPÍTULO UNO ATRACCIÓN LETAL 2

Como ya sabéis, el día 13 de Junio se publica la segunda parte de Atracción Letal. Estoy tan ansiosa de que podáis leerla que...os pongo un adelanto en exclusiva!!!!

El prólogo y el primer capítulo de Atracción Letal 2. ATENCIÓN: NO CONTINÚES LEYENDO SI AÚN NO LEÍSTE LA PRIMERA PARTE DE ATRACCIÓN LETAL. CONTIENE SPOILER

PRÓLOGO

Su boca se posa en la curva de mi cuello, y la deja plantada ahí durante unos segundos. De inmediato, el contacto de los labios produce un calor abrasador a mi piel, tanto que incluso llega a quemar. Lo noto por dentro, con una intensidad que arrasa todos mis sentidos, hasta que me quedo aletargada y los ojos se me cierran soltando un suspiro de placer.
Él sabe lo que produce en mí, y noto su satisfacción cuando los labios se le curvan en una media sonrisa, que esboza sobre mi piel desnuda. Abre los labios, y su lengua humedece mi carne, trazando un sendero desde la nuca hasta el hombro. El fino vello de mi piel se eriza cuando su boca me abandona y el ambiente frío de la noche cae sobre mi cuerpo. Mi cuerpo lo necesita, y mis manos lo aferran por los antebrazos musculosos, atrayéndolo hacia mí. Lo oigo reír, y advierto el vaivén de su cabeza cuando niega. Casi puedo adivinar la expresión de sus ojos gatunos y verdes. Brillantes y profundos.
La seda negra que tapa mis ojos comienza a molestarme, e irritada, agarro el cordoncillo y tiro del antifaz, pero su mano expresa una negación rotunda al detenerse sobre la mía. Obedezco ofreciendo cierta resistencia, y me espanta admitir que la única razón por la que quiero recobrar la vista es para deleitarme con la belleza de su cuerpo.
Él agarra el lóbulo de mi oreja y tira de él, y luego, para reafirmar su autoridad, muerde mi hombro. Cierro los ojos, a pesar de que mi visión es nula, y me deleito en la sensación contradictoria de dolor y placer. Dolor que mengua, placer que aumenta. Mi amante, siempre interesado en buscar mi placer, masajea mis hombros con esa fuerza que lo caracteriza. Hunde sus dedos en mis músculos y traza círculos certeros que alivian la tensión. Bajo sus manos me convierto en un flan, tan laxa y relajada que soy incapaz de pensar con claridad; ¿Quién soy? ¿Qué me estás haciendo?
Un único pensamiento certero brilla en mi mente: placer. Tú, mi hombre.
Él prosigue prodigando deleite en mí, y sus manos descienden hacia el inicio de mi espalda. Su respiración pesada y cálida contra mi piel, y sus manos, de repente, agarrando mis pechos en un deje primitivo que me vuelve loca.
¡Sí, justo así!                            
La mezcla perfecta de salvaje y delicada posesión que a mí me enloquece.
Parece que el sujetador de encaje blanco que he elegido para provocarlo ha conseguido el efecto contrario, y él me dice que la próxima vez me prefiere completamente desnuda. Para reafirmar sus palabras, agarra el cierre del sujetador y lo desabrocha…con la boca.
Me arranca el sujetador, de nuevo, con esa mezcla de animal enloquecido y tierno. Toma el pezón entre sus labios y lo humedece, hasta que éste se convierte en una perla endurecida. Hace lo mismo con el otro, y yo estallo en un gemido que quiere decirlo todo, y al mismo tiempo es incapaz de contar nada.
Él me agarra los glúteos, y me alza la cadera hacia la erección que se adivina en sus pantalones, para demostrarme lo que provoco en él. Inconscientemente,  arqueo la cadera hacia su erección y me pego a ella, como si me tratara de un animal celoso de contacto.
Él devora mis pechos con ansia, como si al hacerlo, pudiera reclamar con ello una parte de mi alma. Lo que desconoce, lo que ignora, es que mi alma ya es suya. Al mismo tiempo que devora mis pechos, sus manos agarran mis glúteos, y en un arranque de salvajez, me arranca la ropa interior y me deja desnuda. Su respiración se hace más pesada, y puedo sentir el escrutinio de su mirada en todo mi cuerpo.
Su mano desciende hacia la unión de mis muslos, y me acaricia en el centro de mi deseo con la palma abierta. Introduce un dedo en mi interior, y la humedad los impregna de inmediato. La respiración se me acelera y el calor me inunda, pero él tiene otros planes y su contacto me abandona.
Se separa de mí, y apenas dos segundos después, regresa desnudo. Me agarra de las caderas y se hunde con un movimiento certero en mi interior, comenzando a descender y ascender con potentes embestidas. Yo me agarro a sus hombros, y clavo las uñas en la piel, para demostrarle que él también es mío. Él me agarra del pelo, y retuerce mi cabello alrededor de su puño, hasta que tira de mi cabeza y besa la base de la garganta. Mi boca se abre y su lengua invade mi interior, exigiendo un beso sin igual.
Flota en el ambiente el sudor, los gemidos y el sexo. Dos cuerpos confundiéndose en uno sólo. Un alma que pertenece a dos cuerpos. Dos amantes convertidos a una sola pasión.
Lo que siento es tan intenso…tan puro, que me duele y me destroza por dentro, sintiendo la agonía y el temor de perderlo. Él me susurra cosas que me hacen llorar, y se bebe mis lágrimas con besos.
Se agarra a mis caderas y en un último movimiento, se hunde en mí y se corre. Yo enrollo las piernas alrededor de su cuerpo, para que nada nos separe en esta intimidad corporal. Él me quita el antifaz, y entonces, la oscuridad que yacía se convierte en luz. Una luz rojiza y cegadora. Lo que debieran ser dos esmeraldas hermosas son dos puntos rojos. Sangrantes. Dolorosos.
Me aferro a su cuerpo, pidiéndole que pare.
¡Vuelve, maldita sea, vuelve!
El cabello negro continúa intacto, y su olor, su maldito olor, se pega a mi piel para martirizarme. Pero sus ojos no están, y su cuerpo, de repente, se ha vuelto frío e inhóspito. Como una columna de mármol. Piedra quieta y fría que me es indiferente.

Me despierto jadeando, con el cuerpo empapado en sudor y el cabello pegado a la frente. Para cerciorarme de lo que ya es habitual, me llevo la mano a mi sexo y advierto que estoy mojada. He tenido un orgasmo mientras soñaba.
Un sueño que viene repitiéndose desde la última semana. Cada vez más excitante y vívido. También más doloroso.
Maldigo en voz alta y salgo de la cama. Corro hacia la ducha y me meto dentro, abriendo el grifo y dejando que el agua fría borre el recuerdo de sus manos sobre mi cuerpo. Casi puedo percibir el olor, como si estuviera pegado a mi piel y no quisiera abandonarme. Y sus ojos…sus ojos verdes, brillantes e intensos nunca me abandonan.
Pego la frente a la ducha y comienzo a llorar, hasta que caigo sentada sobre el suelo, con la espalda pegada a la pared de la ducha y mi cuerpo hecho un ovillo.  Recuerdo la negación de Odette a ayudarme cuando supo lo sucedido. Las continuas llamadas a su teléfono móvil, siempre apagado.
Tan sólo ha pasado una semana desde que él se marchó, ¿O fui yo quien lo eché?
Recuerdo…recuerdo muchas cosas. Pero sobre todo, recuerdo su expresión defraudada. Sus ojos mirándome, y diciéndome a la cara tantas cosas que deseo olvidar.





CAPÍTULO UNO

Preparo la comida en la minúscula cocina de la cabaña que antes era de mi hermana. Inconscientemente ruedo los ojos hacia la urna, y el estómago se me encoge como si alguien me hubiera dado un puñetazo.
Joder Erika…eres el centro de todos mis problemas. Si no te hubieras muerto, mi vida seguiría siendo igual de sencilla.
—Aburrida—me advierte la mala puta que hay en mi interior.
¡Qué más da!
Si Erika siguiera con vida, yo no hubiera conocido a Héctor. Tampoco me sentiría culpable por muchas cosas. Por nuestra memorable indiferencia, por estropear la oportunidad de pasar la vida con el hombre de mis sueños, por encontrar a mi recién descubierta y desaparecida sobrina… en fin, cosas sin importancia.
Ring Ring.
Corro a coger el teléfono móvil y me tropiezo con la única silla que hay en la estancia. Cosas del destino. Supongo.
¡Héctor, seguro que es Héctor!
Se lo ha pensado mejor y quiere que volvamos a estar juntos.
Carraspeo con la garganta para que no se note mi total desesperación.
—¿Sí?—pregunto, con la voz más delicada que puedo fingir.
Silencio.
—¿Quién es?—insisto.
Silencio.
Suspiro y contemplo la pantalla del teléfono móvil, agotada. Es la décima vez en esta semana que alguien me llama desde un número desconocido. La broma ya está empezando a hartarme. O tal vez nunca me hizo gracia. No sé, no soy de esas personas tocadas con la varita mágica de la cualidad de la paciencia.
Aprieto los labios y estoy a punto de colgar, pero la mala leche que llevo acumulando desde esta última semana empieza a subirme hacia la cabeza, y la vena se me hincha. Y se me hincha. Y se me hincha.
Y como dicen que es mejor soltar las cosas que guardárselas…
—¡Mira, maldito gracioso, cómo adivine quien eres te voy a meter el teléfono por donde amargan los pepinos! ¿Te estás enterando? Me tienes hasta el potorrito, y no sabes con quien te estás metiendo. No tienes ni idea, ¡Mamarracho! ¡Cómo te pille por la calle voy a disfrutar del gusto retorciéndote el pescuezo!
Silencio.
Respiro jadeantemente a causa de lanzar todos esos improperios por la boca. Al menos me he desahogado. Miro la pantalla del teléfono móvil, y para mi incredulidad, sigue en línea. Sigue en línea después de todo lo que le he soltado.
Pulso el botón de apagar y me siento sobre la silla, llevándome las manos a la cabeza en un gesto que pretende calmarme a mí misma. Quince minutos más tarde, vierto la lata de albóndigas sobre el plato, la caliento y me siento a comer.
La comida no tiene muy buena pinta, y de repente, me veo llorando como una posesa al percatarme de que mi madre hacía la mejor receta de albóndigas del mundo, y que ahora, con el avance de su enfermedad, se le ha olvidado.
Es increíble como algo tan simple puede hacer tanto daño, y me paso un rato llorando a moco tendido hasta que consigo calmarme y llevarme una cucharada a la boca, porque digo yo…tampoco estará tan malo.
¡Puagh, sabe a mierda!
Escupo la comida y reprimo una arcada.
¿Pero qué…?
Alcanzo la lata y constato lo que ya me imaginaba. Esto no es comida humana. Esto es…¡Comida para perros!
Muy calmadamente, cojo el plato y lo dejo en el suelo.
—Para ti—le digo al perro.
Y entonces, corro al cuarto de baño y vomito. Vomito deseando purificar mi estómago, mis intestinos, mis tripas…¡Mi alma!
Cuando salgo del cuarto de baño, Leo se está relamiendo de gusto los hocicos. Me mira extrañado, como si no entendiera que yo no fuera capaz de disfrutar de semejante delicia culinaria.
Mi subconsciente me observa partida de risa, encogida sobre su estómago y con lágrimas en los ojos.
Ja, ja, ja.
Se ríe de mí.
No me extraña que no consigas trabajo como periodista si no sabes leer, ¡Buuuuuuurra!

Después de la maravillosa mañana, salgo a dar un paseo para despejarme. Esbozo la mejor de mis sonrisas y saludo a todo el mundo efusivamente. ¡Porque la vida es maravillosa, y como dice la canción: no hay que llorar…que las penas se van cantando!
Pero no. A la media hora, me doy cuenta de que yo no soy el tipo de persona que suele repartir sonrisas por el mundo a diestro y siniestro, lo que, por otra parte, me ofrece la inquietante visión de que mi vida es muy triste. Además de ser muy patética.
Me meto en el bar para saludar a Adriana y contarle mis penas, pero sorprendentemente está cerrado, por lo que decido ir hasta su casa para charlar con ella. Lo que no espero es que, al cruzar por una callejuela estrecha, me la encuentre charlando con su tío. Estoy a punto de saludarlos cuando algo me detiene.
La intimidad con la que se hablan. El brazo de Adriana sobre el hombro de él. Los ojos tiernos de él, mirándola con algo cercano a la adoración y el…
Borro esa sensación tan absurda que he sentido y la rechazo, pero sin saber el porqué, soy incapaz de acercarme hacia ellos y saludarlos. Durante el camino de regreso al bosque, no logro eliminar el recuerdo de la intimidad con la que se trataban. Son tío y sobrina, ¿Por qué, entonces, parecían otra cosa cuando no estaban haciendo nada del otro mundo?
Con ese pensamiento llego a la cabaña y me encuentro con Erik.
—¡Te estaba buscando!—me saluda.
—¿Algo nuevo en la investigación?—me intereso sin ganas.
Él me mira un rato como si pareciera decepcionado por mi pregunta, y luego niega con la cabeza.
—Es sábado. He pensado que podríamos salir a tomar algo, ¿Te apetece?
—Pues no—respondo sinceramente.
Erik no se da por vencido.
—Sara, no te hace ningún bien estar todo el santo día metida dentro de casa y regodeándote en tu pena.
Yo lo miro rabiosamente.
—¡Y tú has venido para hacer una obra de caridad!—exploto.
Él pone mala cara, como si lo hubiera golpeado o herido su orgullo. No lo sé.
—Como quieras. Ahí te quedas—se da media vuelta y se marcha, con las manos metidas en los bolsillos, el andar resuelto y el cuerpo tenso.
Lo observo marcharse con cierto deje de culpabilidad. Tengo que aprender a pensar antes de hablar.
—¡Erik!—lo llamo.
Él se detiene ipso facto.
—¿Vienes?—me pregunta, sin volverse.
Yo corro hacia donde se encuentra y me coloco a su lado. Ambos comenzamos a caminar, alejándonos del bosque. El semblante relajado y la sonrisa triunfal que permanece en su cara me hace gracia.
—Ya sabías cuál iba a ser mi reacción—descubro.
Él se ríe.
—Eres tan predecible…

Varias horas más tarde, Erik se erige como campeón indiscutible de los bolos, lo cual no es muy difícil. Yo no he resultado competencia alguna. Y el deporte, sea este rodar una bola y golpear algunos objetos, nunca ha sido mi fuerte.
Relajada después de la velada, no me espero el mensaje de texto que recibo.

“Mañana a las 12.30
Starbucks del centro.
Odette”

No puedo ocultar mi dicha al leer el mensaje, y Erik se percata, aunque no pregunta el motivo. Por fin, después de una semana, voy a volver a ver a Héctor. Porque lo que Odette ignora es que yo, sea cual sea su opinión, ya lo he decidido así.

A las tres de la mañana, de nuevo, el timbre de mi teléfono móvil me despierta. Lo palpo a tientas sobre la mesita de noche, y antes de alcanzarlo, se cae al suelo. Refunfuño y enciendo la luz. Cojo el teléfono y atiendo la llamada.
Silencio.
Desconocido.
Cuelgo el teléfono y me vuelvo a acostar. Porque ahora, y en esta noche, no hay nada más allá que mis ganas de volver a ver a Hector.




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