El prólogo y el primer capítulo de Atracción Letal 2. ATENCIÓN: NO CONTINÚES LEYENDO SI AÚN NO LEÍSTE LA PRIMERA PARTE DE ATRACCIÓN LETAL. CONTIENE SPOILER
PRÓLOGO
Su
boca se posa en la curva de mi cuello, y la deja plantada ahí durante unos
segundos. De inmediato, el contacto de los labios produce un calor abrasador a
mi piel, tanto que incluso llega a quemar. Lo noto por dentro, con una
intensidad que arrasa todos mis sentidos, hasta que me quedo aletargada y los
ojos se me cierran soltando un suspiro de placer.
Él
sabe lo que produce en mí, y noto su satisfacción cuando los labios se le
curvan en una media sonrisa, que esboza sobre mi piel desnuda. Abre los labios,
y su lengua humedece mi carne, trazando un sendero desde la nuca hasta el
hombro. El fino vello de mi piel se eriza cuando su boca me abandona y el
ambiente frío de la noche cae sobre mi cuerpo. Mi cuerpo lo necesita, y mis
manos lo aferran por los antebrazos musculosos, atrayéndolo hacia mí. Lo oigo
reír, y advierto el vaivén de su cabeza cuando niega. Casi puedo adivinar la
expresión de sus ojos gatunos y verdes. Brillantes y profundos.
La
seda negra que tapa mis ojos comienza a molestarme, e irritada, agarro el
cordoncillo y tiro del antifaz, pero su mano expresa una negación rotunda al
detenerse sobre la mía. Obedezco ofreciendo cierta resistencia, y me espanta
admitir que la única razón por la que quiero recobrar la vista es para
deleitarme con la belleza de su cuerpo.
Él
agarra el lóbulo de mi oreja y tira de él, y luego, para reafirmar su
autoridad, muerde mi hombro. Cierro los ojos, a pesar de que mi visión es nula,
y me deleito en la sensación contradictoria de dolor y placer. Dolor que
mengua, placer que aumenta. Mi amante, siempre interesado en buscar mi placer,
masajea mis hombros con esa fuerza que lo caracteriza. Hunde sus dedos en mis músculos
y traza círculos certeros que alivian la tensión. Bajo sus manos me convierto
en un flan, tan laxa y relajada que soy incapaz de pensar con claridad; ¿Quién
soy? ¿Qué me estás haciendo?
Un
único pensamiento certero brilla en mi mente: placer. Tú, mi hombre.
Él
prosigue prodigando deleite en mí, y sus manos descienden hacia el inicio de mi
espalda. Su respiración pesada y cálida contra mi piel, y sus manos, de
repente, agarrando mis pechos en un deje primitivo que me vuelve loca.
¡Sí,
justo así!
La
mezcla perfecta de salvaje y delicada posesión que a mí me enloquece.
Parece
que el sujetador de encaje blanco que he elegido para provocarlo ha conseguido
el efecto contrario, y él me dice que la próxima vez me prefiere completamente
desnuda. Para reafirmar sus palabras, agarra el cierre del sujetador y lo
desabrocha…con la boca.
Me
arranca el sujetador, de nuevo, con esa mezcla de animal enloquecido y tierno.
Toma el pezón entre sus labios y lo humedece, hasta que éste se convierte en una
perla endurecida. Hace lo mismo con el otro, y yo estallo en un gemido que
quiere decirlo todo, y al mismo tiempo es incapaz de contar nada.
Él
me agarra los glúteos, y me alza la cadera hacia la erección que se adivina en
sus pantalones, para demostrarme lo que provoco en él. Inconscientemente, arqueo la cadera hacia su erección y me pego a
ella, como si me tratara de un animal celoso de contacto.
Él
devora mis pechos con ansia, como si al hacerlo, pudiera reclamar con ello una
parte de mi alma. Lo que desconoce, lo que ignora, es que mi alma ya es suya.
Al mismo tiempo que devora mis pechos, sus manos agarran mis glúteos, y en un
arranque de salvajez, me arranca la ropa interior y me deja desnuda. Su
respiración se hace más pesada, y puedo sentir el escrutinio de su mirada en
todo mi cuerpo.
Su
mano desciende hacia la unión de mis muslos, y me acaricia en el centro de mi
deseo con la palma abierta. Introduce un dedo en mi interior, y la humedad los
impregna de inmediato. La respiración se me acelera y el calor me inunda, pero
él tiene otros planes y su contacto me abandona.
Se
separa de mí, y apenas dos segundos después, regresa desnudo. Me agarra de las
caderas y se hunde con un movimiento certero en mi interior, comenzando a
descender y ascender con potentes embestidas. Yo me agarro a sus hombros, y
clavo las uñas en la piel, para demostrarle que él también es mío. Él me agarra
del pelo, y retuerce mi cabello alrededor de su puño, hasta que tira de mi
cabeza y besa la base de la garganta. Mi boca se abre y su lengua invade mi
interior, exigiendo un beso sin igual.
Flota
en el ambiente el sudor, los gemidos y el sexo. Dos cuerpos confundiéndose en
uno sólo. Un alma que pertenece a dos cuerpos. Dos amantes convertidos a una
sola pasión.
Lo
que siento es tan intenso…tan puro, que me duele y me destroza por dentro,
sintiendo la agonía y el temor de perderlo. Él me susurra cosas que me hacen
llorar, y se bebe mis lágrimas con besos.
Se
agarra a mis caderas y en un último movimiento, se hunde en mí y se corre. Yo
enrollo las piernas alrededor de su cuerpo, para que nada nos separe en esta
intimidad corporal. Él me quita el antifaz, y entonces, la oscuridad que yacía
se convierte en luz. Una luz rojiza y cegadora. Lo que debieran ser dos esmeraldas
hermosas son dos puntos rojos. Sangrantes. Dolorosos.
Me
aferro a su cuerpo, pidiéndole que pare.
¡Vuelve,
maldita sea, vuelve!
El
cabello negro continúa intacto, y su olor, su maldito olor, se pega a mi piel
para martirizarme. Pero sus ojos no están, y su cuerpo, de repente, se ha
vuelto frío e inhóspito. Como una columna de mármol. Piedra quieta y fría que
me es indiferente.
Me despierto jadeando, con el cuerpo empapado en
sudor y el cabello pegado a la frente. Para cerciorarme de lo que ya es habitual,
me llevo la mano a mi sexo y advierto que estoy mojada. He tenido un orgasmo
mientras soñaba.
Un sueño que viene repitiéndose desde la última
semana. Cada vez más excitante y vívido. También más doloroso.
Maldigo en voz alta y salgo de la cama. Corro hacia
la ducha y me meto dentro, abriendo el grifo y dejando que el agua fría borre
el recuerdo de sus manos sobre mi cuerpo. Casi puedo percibir el olor, como si
estuviera pegado a mi piel y no quisiera abandonarme. Y sus ojos…sus ojos
verdes, brillantes e intensos nunca me abandonan.
Pego la frente a la ducha y comienzo a llorar, hasta
que caigo sentada sobre el suelo, con la espalda pegada a la pared de la ducha
y mi cuerpo hecho un ovillo. Recuerdo la
negación de Odette a ayudarme cuando supo lo sucedido. Las continuas llamadas a
su teléfono móvil, siempre apagado.
Tan sólo ha pasado una semana desde que él se
marchó, ¿O fui yo quien lo eché?
Recuerdo…recuerdo muchas cosas. Pero sobre todo,
recuerdo su expresión defraudada. Sus ojos mirándome, y diciéndome a la cara
tantas cosas que deseo olvidar.
CAPÍTULO UNO
Preparo la comida en la minúscula cocina de la
cabaña que antes era de mi hermana. Inconscientemente ruedo los ojos hacia la
urna, y el estómago se me encoge como si alguien me hubiera dado un puñetazo.
Joder Erika…eres el centro de todos mis problemas.
Si no te hubieras muerto, mi vida seguiría siendo igual de sencilla.
—Aburrida—me
advierte la mala puta que hay en mi interior.
¡Qué más da!
Si Erika siguiera con vida, yo no hubiera conocido a
Héctor. Tampoco me sentiría culpable por muchas cosas. Por nuestra memorable
indiferencia, por estropear la oportunidad de pasar la vida con el hombre de
mis sueños, por encontrar a mi recién descubierta y desaparecida sobrina… en
fin, cosas sin importancia.
Ring Ring.
Corro a coger el teléfono móvil y me tropiezo con la
única silla que hay en la estancia. Cosas del destino. Supongo.
¡Héctor, seguro que es Héctor!
Se lo ha pensado mejor y quiere que volvamos a estar
juntos.
Carraspeo con la garganta para que no se note mi
total desesperación.
—¿Sí?—pregunto, con la voz más delicada que puedo
fingir.
Silencio.
—¿Quién es?—insisto.
Silencio.
Suspiro y contemplo la pantalla del teléfono móvil,
agotada. Es la décima vez en esta semana que alguien me llama desde un número
desconocido. La broma ya está empezando a hartarme. O tal vez nunca me hizo
gracia. No sé, no soy de esas personas tocadas con la varita mágica de la
cualidad de la paciencia.
Aprieto los labios y estoy a punto de colgar, pero
la mala leche que llevo acumulando desde esta última semana empieza a subirme
hacia la cabeza, y la vena se me hincha. Y se me hincha. Y se me hincha.
Y como dicen que es mejor soltar las cosas que
guardárselas…
—¡Mira, maldito gracioso, cómo adivine quien eres te
voy a meter el teléfono por donde amargan los pepinos! ¿Te estás enterando? Me
tienes hasta el potorrito, y no sabes con quien te estás metiendo. No tienes ni
idea, ¡Mamarracho! ¡Cómo te pille por la calle voy a disfrutar del gusto
retorciéndote el pescuezo!
Silencio.
Respiro jadeantemente a causa de lanzar todos esos
improperios por la boca. Al menos me he desahogado. Miro la pantalla del
teléfono móvil, y para mi incredulidad, sigue en línea. Sigue en línea después
de todo lo que le he soltado.
Pulso el botón de apagar y me siento sobre la silla,
llevándome las manos a la cabeza en un gesto que pretende calmarme a mí misma.
Quince minutos más tarde, vierto la lata de albóndigas sobre el plato, la
caliento y me siento a comer.
La comida no tiene muy buena pinta, y de repente, me
veo llorando como una posesa al percatarme de que mi madre hacía la mejor
receta de albóndigas del mundo, y que ahora, con el avance de su enfermedad, se
le ha olvidado.
Es increíble como algo tan simple puede hacer tanto
daño, y me paso un rato llorando a moco tendido hasta que consigo calmarme y
llevarme una cucharada a la boca, porque digo yo…tampoco estará tan malo.
¡Puagh, sabe a mierda!
Escupo la comida y reprimo una arcada.
¿Pero qué…?
Alcanzo la lata y constato lo que ya me imaginaba.
Esto no es comida humana. Esto es…¡Comida para perros!
Muy calmadamente, cojo el plato y lo dejo en el
suelo.
—Para ti—le digo al perro.
Y entonces, corro al cuarto de baño y vomito. Vomito
deseando purificar mi estómago, mis intestinos, mis tripas…¡Mi alma!
Cuando salgo del cuarto de baño, Leo se está
relamiendo de gusto los hocicos. Me mira extrañado, como si no entendiera que
yo no fuera capaz de disfrutar de semejante delicia culinaria.
Mi subconsciente me observa partida de risa,
encogida sobre su estómago y con lágrimas en los ojos.
Ja, ja, ja.
Se ríe de mí.
—No me extraña
que no consigas trabajo como periodista si no sabes leer, ¡Buuuuuuurra!
Después de la maravillosa mañana, salgo a dar un
paseo para despejarme. Esbozo la mejor de mis sonrisas y saludo a todo el mundo
efusivamente. ¡Porque la vida es maravillosa, y como dice la canción: no hay
que llorar…que las penas se van cantando!
Pero no. A la media hora, me doy cuenta de que yo no
soy el tipo de persona que suele repartir sonrisas por el mundo a diestro y
siniestro, lo que, por otra parte, me ofrece la inquietante visión de que mi
vida es muy triste. Además de ser muy patética.
Me meto en el bar para saludar a Adriana y contarle
mis penas, pero sorprendentemente está cerrado, por lo que decido ir hasta su
casa para charlar con ella. Lo que no espero es que, al cruzar por una
callejuela estrecha, me la encuentre charlando con su tío. Estoy a punto de
saludarlos cuando algo me detiene.
La intimidad con la que se hablan. El brazo de
Adriana sobre el hombro de él. Los ojos tiernos de él, mirándola con algo
cercano a la adoración y el…
Borro esa sensación tan absurda que he sentido y la
rechazo, pero sin saber el porqué, soy incapaz de acercarme hacia ellos y
saludarlos. Durante el camino de regreso al bosque, no logro eliminar el
recuerdo de la intimidad con la que se trataban. Son tío y sobrina, ¿Por qué,
entonces, parecían otra cosa cuando no estaban haciendo nada del otro mundo?
Con ese pensamiento llego a la cabaña y me encuentro
con Erik.
—¡Te estaba buscando!—me saluda.
—¿Algo nuevo en la investigación?—me intereso sin
ganas.
Él me mira un rato como si pareciera decepcionado
por mi pregunta, y luego niega con la cabeza.
—Es sábado. He pensado que podríamos salir a tomar
algo, ¿Te apetece?
—Pues no—respondo sinceramente.
Erik no se da por vencido.
—Sara, no te hace ningún bien estar todo el santo
día metida dentro de casa y regodeándote en tu pena.
Yo lo miro rabiosamente.
—¡Y tú has venido para hacer una obra de
caridad!—exploto.
Él pone mala cara, como si lo hubiera golpeado o
herido su orgullo. No lo sé.
—Como quieras. Ahí te quedas—se da media vuelta y se
marcha, con las manos metidas en los bolsillos, el andar resuelto y el cuerpo
tenso.
Lo observo marcharse con cierto deje de
culpabilidad. Tengo que aprender a pensar antes de hablar.
—¡Erik!—lo llamo.
Él se detiene ipso facto.
—¿Vienes?—me pregunta, sin volverse.
Yo corro hacia donde se encuentra y me coloco a su
lado. Ambos comenzamos a caminar, alejándonos del bosque. El semblante relajado
y la sonrisa triunfal que permanece en su cara me hace gracia.
—Ya sabías cuál iba a ser mi reacción—descubro.
Él se ríe.
—Eres tan predecible…
Varias horas más tarde, Erik se erige como campeón
indiscutible de los bolos, lo cual no es muy difícil. Yo no he resultado
competencia alguna. Y el deporte, sea este rodar una bola y golpear algunos
objetos, nunca ha sido mi fuerte.
Relajada después de la velada, no me espero el
mensaje de texto que recibo.
“Mañana
a las 12.30
Starbucks
del centro.
Odette”
No puedo ocultar mi dicha al leer el mensaje, y Erik
se percata, aunque no pregunta el motivo. Por fin, después de una semana, voy a
volver a ver a Héctor. Porque lo que Odette ignora es que yo, sea cual sea su opinión,
ya lo he decidido así.
A las tres de la mañana, de nuevo, el timbre de mi
teléfono móvil me despierta. Lo palpo a tientas sobre la mesita de noche, y
antes de alcanzarlo, se cae al suelo. Refunfuño y enciendo la luz. Cojo el
teléfono y atiendo la llamada.
Silencio.
Desconocido.
Cuelgo el teléfono y me
vuelvo a acostar. Porque ahora, y en esta noche, no hay nada más allá que mis
ganas de volver a ver a Hector.Ya está disponible la preventa de Atracción Letal 2. Podéis reservarla aquí-->
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